¡Ay! El pan

¡Ay! El pan
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¡Ay! El pan. No sé que manía le tienen los dietistas. Igual mi compañera Gabriela me lo puede explicar, pero es que no entiendo esa obsesión por alejarlo de nuestras vidas cuando ha sido, y es, parte esencial de nuestra dieta mediterránea. Vale que son carbohidratos, pero un poquito de por favor.

Y es que cuán tristes y solitarias serían nuestras comidas sin el pan. Imaginaos un mundo en el que no existiera el olor a pan tostado por la mañana, en el que tuviéramos que comernos el jamón serrano así, solo. Imaginaos no tener donde restregar un tomate maduro o dónde echar ese chorrito de aceite. Por no hablar de las comidas que no serían nada sin siquiera un churrusco de pan.

Qué sería del huevo frito, de la salsa de tomate, del juguito de la carne… sin pan con que mojarlos. Y, por ponernos en lo peor, cerrad los ojos y tratad de imaginar una fabada sin pan en la mesa; el infierno tiene que ser algo parecido.

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Desde pequeños, el pan forma parte de nuestro día a día, la base de nuestros almuerzos y meriendas, porque al menos en mi infancia, lo que iba dentro rozaba lo anecdótico. Unas pocas lonchas de salchichón, una fina capa de crema de cacao, dos cuadraditos de chocolate o incluso solo aceite y sal (o azúcar) era lo que escondía nuestro querido pan.

Además, en mi caso, ir a por el pan formaba parte de las tareas domésticas. Todas las mañanas bajaba a primera hora a la panadería que había bajo mi casa a por “dos de a cuarto”, tentado siempre por las grandes hogazas y otros manjares para los que las pesetas que tintineaban en mi bolsillo no eran suficientes.

Mi infancia, e imagino que la de muchos de vosotros, está plagada de vivencias que involucran una barra de pan. Recuerdo con claridad lo mucho que sufría para comerme el bocadillo cuando empezaron a caérseme los dientes de leche (escrito, suena ridículo lo de dientes de leche), incluso recuerdo con nitidez el día que un colmillo decidió que prefería vivir en la corteza de mi bocadillo antes que en mi boca.

Pan de molde integral

También quedaron grabadas en mi memoria unas vacaciones que pasamos en un austero monasterio en los Pirineos. La cocina no era, sin duda, su fuerte, y además no se me olvidará nunca lo escaso de las raciones y el hambre que pasé. Sin embargo, tenían el mejor pan que mi mente es capaz de evocar, y los desayunos con él eran memorables. Un pan de hogaza enorme, con una corteza crujiente y una miga esponjosa, de esa que parece un queso Gruyère —corrijo, Emmental, como bien apunta Sandra en los comentarios— y el aceite se escurre entre sus huecos; su mero recuerdo me hace salivar.

Y así, mil anécdotas más, cómo el abuelo que siempre tiene que tener el pan a su lado y lo raciona solo bajo petición, o las peleas por la punta de la barra (que nunca me ha gustado, sea dicho). Porque el pan forma parte intrínseca de nuestra vida y nuestra cultura.

Por eso imagino que cuando a alguien se lo quitan en una dieta, no le queda más remedio que exclamar: ¡Ay! El pan.

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