Las comidas veraniegas de mi infancia. La meriendacena

Con la llegada del buen tiempo, el panorama gastronómico de nuestro hogar solía sufrir algunos cambios radicales. Si en invierno era superimportante cenar caliente y a su hora, en los estertores de la primavera y ya entrado el verano, nos convertíamos en una familia transgresora que osaba trasladar el comedor a lugares tan dispares como el campo, la playa o el merendero.

A mí, de entre todas, me encantaba la tercera opción, pues me fascinaba la entrega total de los propietarios de los merenderos, y desde mi enfermizo sentido de la lógica infantil, no entendía el negocio. Porque nosotros llevábamos una bolsa llena de comida, con indecentes y provocativas rodajas de chorizo, panes dispuestos a una vivisección profunda, tortillas redondas y lozanas, y el único tributo que debíamos rendir era comprar la bebida allí, mientras ocupábamos una sólida mesa al aire libre.

La pequeña empresaria que entonces llevaba dentro (y que no ha vuelto a aparecer), reflexionaba sobre la escasa capacidad de fortuna que tenía el asunto, y como era virginal e inocente, nunca me dio por pensar, que quizá los merenderos se dedicaran de puertas adentro al blanqueo de dinero o cosas peores. Porque el interior de los merenderos era todo un misterio, nadie sabía qué pasaba allí, en esos garitos a los que no necesitábamos entrar, ya que sus abnegados empleados se afanaban en servirnos con diligencia en las mesas, y que siempre tenían los baños en la parte de atrás. Carne de investigación.


Pero esas meriendas no eran en vano, tenían un claro objetivo, y entonces eran conocidas como meriendacena, un término que a mí me sugería salirse del tiesto por unas horas, danzando en el filo de la navaja mientras eliminábamos la sagrada comida de la noche por un festín merendolero a la fresca y a horas tempranas.

La clave estaba en la frase que mi madre repetía antes, durante y después: “luego llegamos a casa, y todo está hecho y vosotros cenados”. Y ese era el mayor rédito que sacaba mi madre de las meriendacenas, además, claro, de ver a sus pequeños vástagos felices mientras ingerían salchichones y bebían cola por un tubo.

Y ahora desde la distancia, me pregunto: comprar pan a porrillo, visitar al consultor charcutero y pedir 150 gramos de todo, hacer una tortilla, llenar la bolsa sin olvidar un afilado cuchillo con el que manejar todo aquello y unos tenedores para los finolis ¿no era un esfuerzo equivalente, cuanto menos, a hacer veinticuatro croquetas, a seis por barba?

Al final, aquellos merenderos de entonces oyeron mis secretas plegarias y se reconvirtieron en otro tipo de negocios, bares en los que pedir raciones, bocatas, tortillas y fritos. El que quiera meriendacena que se moje el culo. ¿O eran peces?

Imagen vía | Manuel Cernuda en Flickr, Daquella Manera en Flickr
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