Con obrador en Borracán y hornos de leña, esta empresa familiar de tercera generación mantiene el arraigo local mientras crece en Oviedo y Gijón
En Cangas del Narcea el pan huele distinto. Será el aire de la montaña, la humedad de los valles o ese horno de leña que encendieron hace cuarenta años los abuelos de Alan García, cuando ella amasaba hogazas en la masera y él las repartía por los pueblos de alrededor. Hoy el apellido Manín nombra un pequeño imperio asturiano de panadería, pastelería, heladería y confitería que llega hasta Oviedo y Gijón, pero el corazón sigue en Borracán, la aldea donde todo empezó.
Andar con Alan por las calles de Cangas es una prueba de paciencia: cada cinco metros alguien le para. Un vecino que quiere saber por sus padres, una señora mayor que recuerda a sus abuelos, una chica que le pregunta por su hija. Ese tejido de saludos dice más que cualquier dato de ventas: Manín no es solo una panadería de éxito, es parte del paisaje humano de Cangas.
Un negocio de pueblo con raíces hondas
Alan pertenece a la tercera generación de panaderos de su familia. Desde que era niño tuvo claro que quería dedicarse a lo mismo que veía hacer en casa: pan. Se formó en la Escuela de Hostelería de Gijón, viajó, trabajó fuera y ganó premios, pero Borracán siguió siendo siempre el centro de su vida. Allí regresó en cuanto pudo, allí llevó a su mujer —del valle vecino— y allí vivieron hasta este año. “Nos hemos tenido que mudar a Cangas, por la escuela de la niña. Cuando yo era niño en Borracán tenía amigos con los que jugar, pero ahora ya no quedan, y ella necesita socializar”.
Del horno de Borracán a las ciudades
Manin hace tiempo que dio el salto a las ciudades asturianas, con una tienda-obrador en Gijón y despachos en Oviedo y Tineo. Sin embargo, es en Cangas es donde se percibe mejor la dimensión de su trabajo: allí, además del local, está el espacio de Le Llamber–Manín Sucré, mientras que el obrador central permanece en Borracán.
En la aldea trabajan con tres hornos de cúpula alimentados a leña, cada uno pensado para un tipo de cocción distinto. Esa infraestructura, que combina tradición y precisión, marca la diferencia: no es lo mismo una hogaza, una empanada o una hornada de dulces, y cada horno ofrece el calor y la curva de cocción adecuados.
Esa ubicación tiene sus ventajas y sus desafíos. En invierno, la nieve puede retrasar la llegada del pan a Gijón unas horas. Y, sin embargo, esa es parte de su autenticidad: ese pan se hace en la montaña, con sus harinas, su agua y sus hornos de leña, y el cliente lo sabe y lo valora.
Panadería, pastelería y algo más
Aunque el pan es el corazón de la casa, Manín ha crecido abrazando otros oficios: la pastelería tradicional, la confitería y una heladería que cosecha premios. Sus empanadas, de masa de pan y rellenos sabrosos, son otro de los productos más reconocibles, igual que la repostería asturiana de siempre: carajitos, casadielles y otros dulces que conectan con la memoria del valle. En Le Llamber–Manín Sucré, proyecto que Alan impulsa junto a su mujer Rosalía, se juega además con la estacionalidad: helados en los meses cálidos, bombones y mermeladas en los fríos, piezas de repostería más ligeras en primavera. El local, moderno y luminoso, refleja esa idea de mostrar que un obrador de pueblo también puede ofrecer un escaparate actual y ambicioso.
El Maninntone, un panettone a la asturiana
El producto más esperado cada año es su panettone, rebautizado con gracia como Maninntone. La producción se reparte entre Borracán y Gijón, según el tamaño de las piezas, y se agota con rapidez en Oviedo, Gijón y Cangas. No es un panettone cualquiera: respeta el perfil organoléptico del italiano, con un dulzor controlado, toques de acidez y una miga suave que se deshace en la boca. Es un trabajo de paciencia y fermentaciones largas que demuestra la seriedad con la que en Borracán se aborda cualquier masa.
Escuchar al cliente, un oficio compartido
Más allá de la técnica, lo que distingue a Manín es la atención constante al cliente. Alan lo repite con naturalidad: «El cliente manda». Y no lo dice como lema vacío, sino como una práctica real. Para el despacho de Tineo, por ejemplo, hornean hogazas menos cocidas porque allí gustan así. Puede que un panadero prefiera otra manera de hacerlo, pero el oficio también consiste en escuchar y responder a lo que pide cada lugar. Ese diálogo permanente entre tradición y demanda mantiene viva la relación con sus clientes, y refuerza la idea de que Manín no es solo una marca: es una parte cotidiana de la vida en la región.
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