Aquellos restos de huevo con un pequeño pegote de harina eran objeto de deseos de todos tras pasar por la sartén
Hay recuerdos de la infancia, especialmente asociados a los sabores y a la familia, que parecen grabados a fuego en la memoria. Puede ser una receta concreta, un plato o, a veces, algo que no es ni una cosa ni la otra.
También, evidentemente, podemos tener fobia en la edad adulta a algunos platos que empezamos a detestar desde niños por lo que suponían, por cómo sabían o por cómo olían.
Tengo la suerte, o creo tenerla, de haber tenido una infancia alimenticiamente sin trabas gracias, en gran medida, a lo rico y variado que se ha comido en mis casas, tanto por parte de mi madre como de mis abuelas, además de por mi madrina, guardando para el recuerdo algunos platos míticos que ya no puedo saborear.
Conservo con mucho cariño los flanes de mi madrina, o las carillas que hacía mi abuela materna, así como las lasañas de mi madre, pero también conservo muchos buenos recuerdos asociados a los platos de mi abuela paterna.
Desde algo tan trivial como el arroz blanco con huevo frito y tomate hasta sus callos, pasando por el cocido –algo que bordaba hasta límites insospechados, a pesar de ser gallega y no madrileña–, sin dejarme atrás su tortilla de patatas o unas albóndigas que nunca probé parecidas, pues eran del tamaño de una pelota de tenis, con una generosa cantidad de perejil y ajo, pero que apenas se freían, sino que más bien iban ligeramente fritas y luego se guisaban en esa salsa, parecida a una salsa verde.
Sin embargo, creo que el recuerdo de todo niño están marcados a fuego los filetes empanados, sean del animal que sean. Hemos de admitir que los empanados –y los rebozados– siempre han funcionado bien para alimentar infantes gracias a su textura y, también a camuflar elementos nutritivos, pero baratos y poco nobles, habiéndonos comido como infantes toneladas de criadillas y de hígado gracias a la magia del empanado.
También, evidentemente, había días de más lustre y tocaban filetes empanados, generalmente de ternera, de los que guardo un gratísimo recuerdo de los que hacía mi madrina, cuyo menú cuando era su huésped solía ser menestra de verduras y filetes empanados.
Un segundo plato que dejaba de por medio, tanto en casa de mi abuela como de mi madrina, un subproducto que no tiene nombre, pero por el cual peleábamos mis primos y yo: el huevo batido que había servido para embadurnar el producto en cuestión que, tras haber recibido su correspondiente cantidad de harina, acababa siendo una cantidad pírrica que apenas daba para formar una tortilla francesa tal y como la conocemos.
Pero aquel amasijo de huevo y harina, rápidamente pasado por la sartén aún caliente, gestado con un par de movimientos, se convertía en uno de esos manjares de infancia, con un par de toquecillos ennegrecidos, que recuerdo fraguarse en sartén de hierro y por el que había auténticas movidas para intentar comérselo. Va por él y, sobre todo, por ellas.
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