Los santiaguiños no son alevines de langosta, sino una especie por sí misma con una temporada muy corta, que bordan en restaurantes como Saddle
A veces pensamos que en el mundo del marisco está todo dicho… O todo visto. Sobre todo en un país como España, voraz en lo que se refiere a todo lo que venga del mar, donde tenemos una extraordinaria predilección, especialmente durante fiestas y celebraciones, de entregarnos a moluscos y crustáceos de todo pelaje.
Conocemos de sobra a las gambas, los langostinos y las cigalas. También, aunque sean menos asequibles, a los crustáceos mayores como los bogavantes y las langostas, pero hay otros que pasan más desapercibidos, tanto por su escasa presencia como por su tamaño, pero que son auténticas delicias.
Precisamente lo que pasa con los santiaguiños, un crustáceo que no es una langosta en miniatura. Tampoco es un alevín de langosta, sino una especie totalmente distinta, el Scyllarus arctus, presente en toda la costa española, pero no especialmente abundante, aunque en Galicia es relativamente fácil verlo, aunque no barato.
Su nombre, a priori, viene del color rojizo que forman las líneas que marcan su caparazón, una auténtica coraza, que se asemejan a la cruz de Santiago cuando se cuecen, por la forma y por el color rojizo. De ahí el nombre de este pequeño crustáceo que no suele superar los 16 centímetros de largo, pero que es una auténtica delicia y su precio, un auténtico imposible.
Morfológicamente es un animal curioso pues, al contrario que otros crustáceos, su primer par de patas no son pinzas, como sí pasa en los bogavantes (que las tienen hiperdesarrolladas) o las langostas, con unas pinzas más discretas. En el caso del santiaguiño, son patas adaptadas a la marcha, que le permiten caminar y escarbar.
La complejidad de la pesca, especialmente porque necesita aparejos con mallas muy pequeñas, ya que se captura con nasas y vive en zonas rocosas, con mucha piedra y profundidades que van desde los tres metros hasta el medio centenar, además de la sobrepesca que se ha realizado en el pasado.
Raro es que su precio no supere los 150 euros el kilo, disparándose en Navidad, especialmente cuando su temporada –particularmente breve– va acabándose. Tal y como nos explica el chef Pablo Laya, del estrella Michelin madrileño Saddle, donde trabajan el santiaguiño que les provee la empresa gallega Artesans da Pesca.
"Dura desde octubre hasta el cinco de enero", explica el chef que, cuando le ofrecen el santiaguiño, no duda en comprarlo, pensando ya en cómo verá la forma de prepararlo. Lo más clásico es, como con tantos otros crustáceos, cocerlo.
En este caso, Pablo Laya, sin embargo, hace una cocción en la que evita el laurel, algo común en Galicia: "solo agua salada". Aunque en Saddle se adaptan a los gustos del cliente y los sirven, según los pidan: cocidos, al natural, a la parrilla… o con algún toque extra, como nos cuenta Laya.
"Lo cocemos sin laurel y no nos pasamos del punto. Le damos dos o tres minutos y luego un toque de parrilla", explica. "Lo pintamos con un poquito de aceite, lo cortamos a la mitad y lo servimos así –tal y como se ve en la imagen– para que sea fácil de sacar la concha y te puedas comer el coral", añade.
Además, hay un truco muy elemental en cocina de mariscos que muchos chefs hacen –y que en casa raramente replicamos–: ensartar (o empalar) al crustáceo en cuestión para así conseguir que en la cocción no se haga una espiral, sino que se mantenga recto.
Aparte de eso, hacen una tercera versión que es, a su juicio, "más golosa", aunque a "los puristas no gusta tanto". En este caso, lo que hacen y que cataloga como "la maldita excelencia" es una tempura que acompañan con un puntito de salsa bearnesa y de trufa negra, la Tuber melanosporum, ahora en temporada cuando empieza a llegar la "buena buena" para disfrutar hasta el cinco de enero de este manjar.
Imágenes | Pablo Laya & Saddle
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