Resulta llamativa la caída de ventas por el precio del vino en el restaurante. Da la impresión de que la gente cada vez más adquiere los productos singulares para su consumo y disfrute en casa en vez de hacerlo donde solía tomarlo de manera tradicional.
Varias son las causas de este giro en el hábito de consumo, quizás una de las más importantes, la incompatibilidad del consumo de alcohol con la conducción y la posibilidad de sanción en los habituales controles de alcoholemia que las fuerzas de seguridad disponen a tal efecto.
Pero no menos responsable también es el elevado precio que el líquido fermentado soporta en la restauración, donde es habitual que su precio de adquisición se triplique, incluso se supere esta cantidad, con lo que su consumo es tan disuasorio como la presencia de los propios miembros de la benemérita en la carretera.
El erróneo planteamiento de la hostelería está basado en contabilizar el vino como otro elemento más de facturación, de igual manera que lo hacen con pescados, carnes, postres, etc.
Tomando como referencia un pescado, fijémonos en la naturaleza de ambos pilares. El pescado,tiene un coste inmediato, tiene una merma importante de crudo a cocinado, va acompañado de guarnición, lleva un tiempo reseñable de elaboración y tiene un riesgo de venta urgente por criterios de calidad (evitar que haya que tirarlo por ponerse malo). Todo ésto para conseguir unos beneficios por ración de 10 Euros (unos restaurantes más, otros menos).
Vamos con el vino, su cargo suele realizarse a mes vencido, no de manera inmediata como en el caso del pescado, no necesita de cuidados excepcionales, excepto los de una adecuada conservación, en esas buenas condiciones, puede aguantar desde un año hasta un montón de años. Con todo y con eso una botella de vino en el restaurante se nos suele atragantar como las espinas del congrio en la garganta cuando por un tempranillo que cuesta 15 Euros, se empeñan en los restaurantes en cobrarnos 50.
Puedo entender ese sobrecoste cuando frente a mí hay un profesional que se va a encargar de hacerme el servicio correcto, de asesorarme en el caso de que tenga dudas y de velar para que el caldo solicitado llegue en las apropiadas condiciones. Pero es que en la mayoría de lo casos el camarero se limita a abrir la botella y a ponerla en medio de la mesa.
Un vino que en tienda tiene un precio de 15 Euros adquirirlo al restaurante le costará 10, si se vende a 20 Euros todos contentos, El bodeguero, el comercial, el cliente y el restaurador, porque se venderá más.
El vino debería estar pensado como un elemento enriquecedor de la oferta del restaurante. Pero no como el elemento que se oferta para que se enriquezca el restaurante. Debería servir de soporte sobre el que apoyar una sólida oferta gastronómica, la comida sabe mejor acompañada de un buen vino, eso es un hecho, al final se vendería más y el beneficio sería el mismo, con una mayor rotación de géneros. Yo mismo me descubro en muchas ocasiones escogiendo los sitios a los que acudir a comer por la calidad de la carta de vinos.
Luego el empresario hostelero se queja de que no vende, pero claro, la culpa es de la crisis.
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