Jaime de las Heras
Editor SeniorNo es España un país que se eche en brazos del té o las infusiones a las primeras de cambio. Se beben, claro, pero no al mismo nivel que, por ejemplo, en Reino Unido, por poner el mejor ejemplo dentro de Europa de países que adoran las infusiones.
Tampoco estamos al listón de otros países como Polonia, Letonia o Bulgaria, que también tienen una tradición bastante amplia de devoción por las infusiones y los tés, siendo España, en líneas generales, un país más aferrado a la cultura del café.
Mal que bien, somos un país de café, seguramente por influencias culturales devengadas del Mediterráneo por Italia y, ya en atlánticas maneras, por Portugal, pero no somos un país mayoritariamente de infusiones.
Por eso, aunque este preámbulo parezca que no tiene sentido, os vengo a contar una situación en primera persona que viví en su día cuando creí necesitar una kettle en mi cocina.
Ahora, mi cocina ya no tiene kettle –o hervidor, dicho en castellano y sin tanta ampulosidad–, pues hay un electrodoméstico bastante más evidente que te va a hacer el apaño en el 90% de las veces que necesites agua caliente: la cafetera.
Es cierto que una kettle calienta –y mantiene el agua caliente– más rápido y más tiempo que una cafetera americana convencional, un elemento que buena parte de España tiene en sus cocinas.
Y, si tienes este tipo de cafetera, una kettle es el penúltimo electrodoméstico que necesitas, por muy cuquis que sean y por mucho que creas que le vas a dar un gran uso a base de tés.
No digo que no la compres, pero si tu intención es hacerte unos cuantos tés de manera esporádica y ya tienes una cafetera americana en casa, limítate a llenar de agua el depósito de la cafetera, ponla en marcha y tendrás agua a una temperatura cercana a la ebullición –la que necesitas, precisamente, para casi cualquier tipo de infusión– y te habrás ahorrado una compra y jugar al Tetris en la cocina para ver dónde meter la kettle.
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