El Informe mundial sobre las crisis alimentarias de la ONU, presentado la pasada semana, arroja el peor dato desde que empezó a elaborarse en 2017: a finales del pasado año, 135 millones de personas de 55 países y territorios sufrían de inseguridad alimentaria aguda, definida como “la incapacidad de una persona para consumir alimentos adecuados que pone en peligro inmediato su vida o sus medios de subsistencia”.
Se trata de un informe preocupante, pero que recoge datos de un momento mucho mejor que el actual: la covid-19 ha hecho saltar por los aires incluso las previsiones más optimistas.
La crisis económica y sanitaria derivada de la pandemia ha provocado una oleada de restricciones proteccionistas, interrupciones del transporte y problemas de procesamiento que han trastocado por completo el suministro mundial de alimentos, poniendo en peligro a los más vulnerables.
Como explica Dominique Burgeon, director de la División de Emergencias y Resiliencia de la FAO, la gran mayoría de las 135 millones de personas que ya pasaban hambre antes de la pandemia viven en zonas rurales y dependen de la producción agrícola, o de trabajos estacionales en la agricultura, la pesca o el pastoreo.
“Si enferman o se ven limitados por restricciones de movimientos o actividad, se les impedirá trabajar sus tierras, cuidar de sus animales, ir a pescar o acceder a los mercados para vender sus productos, comprar alimentos u obtener semillas y suministros”, explica Burgeon.
Pero hay algo incluso más grave que las restricciones de movimientos, y es el enorme aumento de precios que estamos viendo en alimentos de primera necesidad como el arroz o el trigo. En parte, debido a la compra masiva provocada por las restricciones a la exportación impuestas por países que buscan garantizar su propio suministro.
Una doble crisis
“En el pasado, siempre hemos lidiado con una crisis del lado de la demanda o una crisis del lado de la oferta, pero esto una crisis de oferta y demanda al mismo tiempo y a nivel mundial”, explica en The Wall Street Journal Arif Husain, economista jefe del Programa Mundial de Alimentos de la ONU. “Esto la hace sin precedentes e inexplorada”.
Las lecciones del brote de ébola son claras: la salud es importante, pero no se puede descuidar la seguridad alimentaria
El Programa Mundial de Alimentos, que se encarga de distribuir alimentos a proyectos de desarrollo, refugiados de larga duración y personas desplazadas, ha advertido de que hasta tres docenas de países pueden sufrir hambrunas para final de año, añadiendo a otros 130 millones de personas al listado de quienes sufren inseguridad alimentaria aguda. En total, estaríamos hablando de 265 millones de personas: más de cinco veces la población de España.
Los países que peor lo tienen son, claro, los que partían de una situación ya de por sí muy compleja. Es el caso de Sudán del Sur, que parecía estar saliendo de la guerra civil que desangra el país desde 2013. Como apunta la FAO, el precio del trigo en la capital, Juba, se ha disparado un 62 % desde febrero, y el de la tapioca, un cereal básico en la alimentación de la zona, un 41 %.
También están en una situación especialmente compleja Etiopía, Kenia y Somalia, donde casi 12 millones de personas ya se encontraban en circunstancias difíciles como resultado de graves sequías prolongadas y cosechas fallidas consecutivas.
En África existe un precedente claro de epidemia severa, que solo pasó de puntillas por Europa: el ébola. En 2014, cuando estalló la enfermedad, se fueron al traste las cadenas de suministro del mercado agrícola y esto, sumado a la escasez de mano de obra, provocó un aumento de los precios de los principales productos básicos, similar al que estamos viendo ahora.
“La gente padeció hambre”, asegura Burgeon. “Por lo tanto, las lecciones del brote de ébola de 2014 son claras: si bien las necesidades sanitarias son una preocupación urgente y primordial, no podemos descuidar los medios de subsistencia o los aspectos de seguridad alimentaria”.
Si hay hambre, hay revueltas
La última y peligrosa derivada de toda esta situación es el binomio bien estudiado entre hambre y conflictividad social. “Si se alteran los medios de vida de la población, pueden provocarse tensiones y disturbios sociales”, advierte Burgeon.
La mayoría de las grandes revoluciones de la historia viene espoleadas por el hambre. Tras la crisis financiera de 2008, el aumento de los precios de los alimentos en todo el mundo fue clave en el estallido de revueltas en Oriente Medio y África. Algo que podría volver a ocurrir perfectamente debido a la covid-19, con el añadido de que la pandemia está lejos de resolverse y podría, incluso, agravarse debido a esto.
“Si se interrumpen las cadenas de suministro alimentario y los medios de vida se vuelven insostenibles, es más probable que las poblaciones vulnerables abandonen sus medios de subsistencia y se trasladen en busca de ayuda -como lo haría cualquiera de nosotros- con la consecuencia indeseada de una posible propagación ulterior del virus y el probable agravamiento de las tensiones sociales”, concluye Burgeon.
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