Hubo un tiempo en que pedir comida, aunque fuera en una cadena de fast food, una hamburguesa implicaba mirar una cartelera y hablar con una persona. Hoy, sin batería en el móvil o sin saber usar un kiosco digital, la experiencia puede volverse incómoda e incluso excluyente.
En los locales de comida rápida, la agilidad ha sido sustituida por pantallas táctiles, códigos QR y sistemas automatizados que, lejos de facilitar, muchas veces frustran, sobre todo a los menos hábiles en la materia.
Asimismo, en muchos McDonald’s, por ejemplo, incluso para ir al baño hay que introducir un código numérico que aparece en el ticket de compra. Sin él, no hay acceso.
Una medida que intenta evitar abusos, pero que en la práctica añade una capa de burocracia digital innecesaria a una acción tan básica como usar un servicio. Quizás es razonable en ciudades abarrotadas de gente, pero es un peldaño más en el engorro que supone pasar por una de estas máquinas, pensadas por y para recaudar más.
Estas máquinas, además, suponen una barrera para personas mayores, con dificultades visuales o simplemente no familiarizadas con estas interfaces. Lo que antes era comida rápida, ahora es consumo lento disfrazado de eficiencia.
Quienes no manejan bien lo digital se enfrentan a la incomodidad de no saber cómo pedir, de cometer errores y de no poder rectificarlos fácilmente. El personal, más escaso y relegado a tareas logísticas, a menudo no está disponible para asistir. Lo que se pierde no es solo rapidez, sino también el elemento más básico del servicio: la atención personalizada.
Este modelo también intensifica la desigualdad. No todo el mundo tiene un smartphone actualizado, ni acceso estable a internet. Hay quien ni siquiera sabe cómo escanear un QR. La exclusión se vuelve cotidiana, sutil, casi imperceptible, pero profundamente real. Comer en este tipo de establecimientos se ha convertido en un privilegio digital.
En realidad, todo responde a la voracidad del capitalismo: el diseño de estos espacios ya no prioriza la comodidad del cliente, sino la reducción de costes operativos. Menos personal, más máquinas. Todo es más rentable así.
Y si bien esto puede resultar práctico en horas punta, elimina la posibilidad de establecer un vínculo humano, tan necesario en cualquier experiencia de consumo. La automatización total no es sinónimo de mejora.
Además, las incidencias técnicas son frecuentes. Kioscos que no responden, apps que fallan, tarjetas que no se leen y el clásico momento de tener que pasar por caja igualmente para activar algunos descuentos o promociones.
En lugar de soluciones rápidas, el sistema digital a veces crea nuevas frustraciones. La promesa de eficiencia se convierte en una cadena de obstáculos menores que restan tiempo y aumentan la frustración.
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Comer rápido nunca fue una experiencia refinada, pero al menos era accesible. Ahora, ni eso. Lo que se presenta como innovación es, en muchos casos, una renuncia disfrazada: a la simplicidad, al contacto humano y a la idea de que lo básico —comer o ir al baño— debería seguir siendo sencillo para todos.
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