Lo que diferencia a una buena salsa de tomate de otra mediocre o mala es el equilibrio perfecto de dulzor, acidez fresca y aromas intensos a hortalizas, sin olvidar la importancia de la textura. Cuando no nos queda todo lo rica que nos gustaría solemos echar la culpa a la supuesta acidez del tomate, que se puede corregir fácilmente y sin recurrir al azúcar. Pero si está amarga, el problema puede ser otro.
Se nos olvida que en la receta de salsa de tomate canónica intervienen otras hortalizas que también afectan al resultado final. Insistimos mucho en lo crucial que es darle tiempo a la cebolla a que se sofría y se poche sin tostarse, para que quede dulzona y muy melosa y tierna; sin embargo, su habitual pareja de baile, el ajo, lo solemos pasar por alto.
Ya lo hemos comentado otras veces: no es buena idea empezar cocinando los dientes de ajo en casi nunca receta. El motivo es el mismo porque se puede arruinar nuestra salsa de tomate, se quema con muchísima facilidad. Es un visto y no visto. Y un ajo quemado es capaz de destrozar el sabor del resto de la receta sin que te des cuenta, pues a veces no hace falta ni que se ponga negro carbón.
Si añades ajo a tu salsa de tomate, lo mejor es cocinarlo laminado o picado cuando la cebolla ya haya cogido color y empiece a transparentar, o añádelo a la vez pero procurando que la temperatura sea muy baja, y no pierdas de vista la cazuela en ningún momento. Si prefieres machacarlo, prensarlo o rallarlo, ojo, porque se quemará aún más rápido. Prueba a echarlo justo antes de los tomates, removiendo bien y siempre a fuego bajo.
Si intuyes que en un sofrito se te ha quemado el ajo, lo mejor es que tires todo y vuelvas a empezar. Rescatar los trocitos chamuscados podría no ser suficiente, ya que a menudo dejan su sabor amargo en el fondo de la preparación.
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