Aventino, Capitolino, Celio, Esquilino, Palatino, Quirinal y Viminal son los nombres de las legendarias Siete Colinas que dan sentido físico a la ciudad de Roma. Siete colinas vinculadas a su historia, a su creación y a la forma en la que se ha dispuesto la otrora capital imperial y donde, curiosamente, hoy os vamos a hablar de una octava colina muy curiosa.
Para ello, hay que entender que Roma demandaba, durante su período de máximo esplendor, de miles de litros de aceite de oliva con los que prender lámparas domésticas y urbanas. A modo de farolas y faroles, las calles romanas se alumbraban con aceite de oliva y, ya por entonces, la península ibérica era el principal productor de aceite.
De esta manera, los aceites que se producían en la provincia romana de la Bética —que hoy coincide con alrededor de un 75% del territorio de lo que es Andalucía, aunque también incluía parte de Badajoz— servían para dar luz a la Ciudad Eterna.
Trasladadas en ánforas desde los puertos andaluces, aquel aceite llegaba a Roma y, ajenos a la cultura del reciclado y debido a los enormes costes que suponía regresas las mismas ánforas de barro, las autoridades romanas decidieron recurrir a una solución más práctica: romper aquellas ánforas y acumularlas en las afueras de Roma, muy cerca del puerto que el río Tíber ofrecía y extramuros de la Muralla Aureliana.
Así surge lo que hoy conocemos como Monte Testaccio o Campo dei Cocci, una colina artificial de más de 35 metros de altura compuesta por los fragmentos de más de 50 millones de ánforas de barro. No sólo son 'españolas', evidentemente. También se estima que en ellas hay restos de ánforas que provenían de la Galia, de la antigua Grecia y del norte de África, pero más del 80% de aquellos envases eran ánforas que provenían de Hispania.
Esta colina triangular, que se distribuye por más de 20.000 metros cuadrados de extensión, estaba lejos de ser un basurero, sino que era una solución urbanística muy bien planeada. De hecho, parte de su encanto está en comprobar cómo la estructura está disciplinada en una suerte de terrazas y muros de retención cuyos primeros 'cimientos' se colocarían en el primer siglo antes de Cristo y cuya 'edificación' se extendería hasta más allá del año 300 d.C.
Tras llegar el aceite al puerto de Roma, se vaciaban y fragmentaban, depositándolas en el monte Testaccio, donde después se vertía cal para paliar los malos olores. Curiosamente, esta es la razón por la que Roma no devolvía las ánforas, ya que lavar aquellos recipientes con cal habría sido realmente complicado, por lo que resultaba más cómodo romperlos y almacenarlos así.
Como es lógico, este aceite no tenía como única misión el alumbrado público, sino también formar parte de la dieta de los ciudadanos de Roma, calculándose que estas más de 50 millones de ánforas habrían permitido cumplir con las necesidades oleícolas de los romanos durante más de 250 años.
Curiosamente, el nombre de la zona ya llega de la antigua Roma, pues Monte Testaccio vendría a significar algo así como monte hecho de fragmentos. En la actualidad, completamente cubierto de vegetación, el Monte Testaccio o Campo dei Cocci es un pequeño promontorio caminable y para el que se debe pagar una entrada de cuatro euros.
Imágenes | Camillo Granchelli / Georg Erber / Tony Keen / Sovrintendenza Capitolina
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