La carta es una valiosa tarjeta de presentación. Muchos restaurantes la miman con sumo cuidado, dedicando tiempo y recursos tanto a ofrecer un menú variado y equilibrado como a esmerarse en su diseño. Por desgracia, otros la descuidan hasta el extremo, desdeñando la importancia de una carta bien hecha, ofreciendo listas de platos realizadas sin gusto ni buen tino. La carta es por decirlo de alguna manera el D.N.I del restaurante, un papel que nos ayudará no solo a escoger los platos y bebidas, sino que también puede trasmitir confianza e ilusión.
Imaginemos: llegamos a un restaurante, nos reciben y nos entregan la carta. La abrimos esperando encontrar dentro el alma del establecimiento en el que vamos a pasar dos horas degustando la comida. Da igual que estemos en una casa de comidas o en un restaurante de altura, todos deseamos comer bien y limpio.
¿Que sucede cuando la lista de opciones es interminable? Entonces la elección se hace eterna y peligrosa, un establecimiento que ofrezca producto fresco no puede abarcar tanto, algo estará a punto de pasarse si no lo ha hecho ya. La opción ideal es una carta en la que no tengamos más de cinco platos por categoría. De esta manera, se asegura una rotación en el género, en la que nada se queda olvidado al fondo de la cámara.
Otra cuestión es la de las sugerencias, esos platos fuera de carta que responden a estacionalidad o criterios de mercado. No son aconsejables más de cuatro o cinco sugerencias en el total de la carta, por los mismos motivos que he mencionado anteriormente. Y es un detalle que estas se encuentren escritas y anejas a la carta, de lo contrario, las olvidaremos en cuanto comencemos a leer.
Hay establecimientos en los que la carta se recita. Es una costumbre que quizá responda a criterios ignotos o respetables, pero hay a quien le resulta sumamente incómoda. Servidora, para más señas. ¿A quién no le ha pasado que tras escuchar la carta, ya no recuerda las primeras opciones y acaba pidiendo los caracoles, que era lo único que recuerda? Eso en el caso de los más tímidos, aunque también se puede preguntar al camarero una y otra vez, recibiendo probablemente un gesto de hastío junto a la respuesta.
Hablemos de la presentación. Que menos que una carta limpia, bien escrita y con todos los detalles necesarios, un orden estructurado, y precios e impuestos claramente indicados. No siempre se pueden pedir filigranas ni puestas en escena espectaculares, aunque cuando es así, se agradecen con gusto.
Uno de mis restaurantes preferidos, realmente económico y básico, tiene una de las cartas más curiosas y divertidas que haya visto nunca, en la que detalla, con un lenguaje popular y lleno de humor, la elaboración de cada plato. Antes de empezar a comer, los clientes ya están contagiados de buen rollo y optimismo.
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