Largo mérito se merecen los bocadillos que pueblan lo largo y ancho de la gastronomía de nuestro país. Compañeros de meriendas, de salidas al monte, de resacas intempestivas o de, cómo no, apañar una cena en cuestión de minutos sin andarnos con florituras.
Precisamente lo que nos permite el clásico campero malagueño, un bocadillo de lo más curioso y popular, al que no está de más recordar como un emblema de la capital costasoleña ahora que la ciudad de Málaga está en boca de todo el mundo.
Lo que no debería dejar de estar en boca de nadie es un campero, una fórmula magistral de la orfebrería bocadillera nacional, que puede resolvernos una cena –o una comida– sin complicarnos lo más mínimo.
Lo importante y fundamental es que tengamos a mano un pan redondo, tipo mollete, y lo abramos a la mitad. A partir de ahí, el campero va creciendo solo. La versión canónica lleva pollo a la plancha, lechuga, tomate, un poco de mayonesa, jamón cocido, un queso de sándwich y un huevo a la plancha, aunque el huevo, si queréis, lo podéis quitar.
Ciencia, cero. Una vez tenéis cortado el pan, podéis ir haciendo el pollo a la plancha, en filetes finitos, y tostar el pan ligeramente. Allí colocáis una buena cantidad de mayonesa, ponéis la lechuga, el tomate en rodajas y los filetes de pollo y, sobre ellos, el jamón cocido, el huevo a la plancha (si lo hubierais hecho) y las lonchas de queso.
Luego, al gusto, podéis echar mostaza y kétchup, pero eso ya va en la opinión de cada uno. A mí, personalmente, no me gusta añadirlo. Una vez el campero esté cerrado, toca el remate final: grill, plancha o carmela, para que se le queden las líneas del tostado bien marcadas y que el calor nos haga salivar solo de la idea de hincarle el diente a un buen campero malagueño.
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