En tiempos donde la inflación justifica casi cualquier cosa, hay quienes han decidido llevar la economía doméstica al extremo. Una pareja británica se ha propuesto facturar por algo que tradicionalmente era gratuito: la visita de sus amigos. Literalmente. Quien quiera entrar a su casa, debe pagar 20 euros.
Lo curioso no es solo la tarifa, sino el propósito: superar los 10.000 euros con este sistema de “microinversiones sociales”. Todo bajo la premisa de que mantener una casa, ofrecer algo de beber y abrir la puerta merece una retribución. La hospitalidad, aparentemente, ya no es lo que era.
En redes, las reacciones no se han hecho esperar: entre la burla, la incredulidad y el juicio moral. Pero el caso plantea una pregunta incómoda: ¿cuánto vale una amistad cuando se le pone precio a las quedadas? ¿Es esto tacañería o una nueva forma de mercantilizar el vínculo social?
Es la recomendación de la cuenta @cajahorros, que argumentan que este es un propósito que aspira a contribuir a los gastos de luz y agua, y que es genial porque todo el círculo de amistades sigue la misma consigna.
El tiempo es oro
Detrás del caso hay algo más que avaricia: una visión transaccional de la amistad. Como si las casas fueran coworkings, y el salón, una sala de eventos con tarifa. La lógica no dista demasiado de ciertas apps de economía compartida. Solo que aquí el “servicio” es la presencia de uno mismo. Al fin y al cabo, el tiempo es oro, también el que se pierde divagando sobre chorradas.
Paradójicamente, la pareja se muestra “transparente” y hasta orgullosa de su sistema. Alegan que no se trata de lucrarse, sino de repartir costes y dar valor al tiempo y al espacio compartido. Un razonamiento tan pragmático como perturbador.
Se paga hasta tirar de la cadena
En concreto, son 10 euros para la comida, cino para las bebidas y otros cinco para el uso del baño, según comentan en la cuenta.
Todo tiene un precio
El gesto evidencia una transformación de las relaciones personales bajo una lógica puramente económica. Un síntoma más de una sociedad donde todo, incluso el afecto, tiende a monetizarse. Y donde los límites entre necesidad, creatividad y despropósito empiezan a desdibujarse.
No se trata solo de dinero. Se trata del mensaje que se transmite cuando uno cobra por algo tan básico como el acto de recibir. Se desconoce en qué momento exacto se volvió aceptable tarificar el vínculo humano (aunque quizás es algo tan antiguo como la prostitución). La respuesta, como siempre, dependerá de cuán lejos estemos dispuestos a llegar.
Quizá no estamos tan lejos de pagar por un café con mamá o una conversación con amigos. El caso sirve como espejo irónico y algo incómodo de lo que ocurre cuando el capital invade todos los rincones de la vida cotidiana.
En las redes, estas reflexiones quedan implícitas en comentarios jocosos como: "Desde que empecé, nadie más ha vuelto a mi casa", dice uno, mientras que otro lo considera un buen método para alejar a los "gorras".
"Si cagan en la cocina, ¿se ahorran cinco euros?", bromea uno, mientras que otro asegura que eso no lo hace "ni Ryanair". Otro les reprocha la vergüenza que les tiene que dar pedir esto. "No te visita ni tu vieja así", se ríe otro.
Foto | @cajahorros/Instagram