Son muchos los países que empiezan a plantearse los problemas derivados de una presencia cada vez más abundante de osos en sus montes y bosques. Durante años se defendió una convivencia teóricamente armónica, basada en la recuperación de ecosistemas y en la retirada progresiva del ser humano.
Sin embargo, esa imagen ideal empieza a resquebrajarse cuando los encuentros dejan de ser excepcionales. El aumento de ataques a personas ha cambiado el tono del debate y ha obligado a revisar estrategias. La coexistencia ya no se discute solo en términos ambientales, sino también de seguridad. Y ese giro se está produciendo en distintos puntos del planeta al mismo tiempo.
En Europa hay ejemplos de sobra que ilustran el problema. Hungría, Rumanía, Eslovaquia, Croacia, Italia o la República Checa han documentado en los últimos años ataques de osos a humanos. Algunos se han producido en zonas rurales, otros cerca de núcleos habitados y áreas turísticas.
Estos episodios han tensado a las comunidades locales y a los gobiernos. Las soluciones improvisadas ya no parecen suficientes. La cuestión ha dejado de ser exclusivamente ecológica para convertirse en un asunto político y social.
El fenómeno no es solo europeo. Estados Unidos y Japón empiezan a ver, de forma metafórica, las orejas del lobo, aunque en realidad sea el oso. Ambos países constatan que estos animales pierden el miedo y se adentran con mayor frecuencia en espacios humanos.
La búsqueda de fórmulas para gestionar esta nueva realidad se acelera. El objetivo es claro: reducir riesgos sin recurrir directamente al control masivo de población. En ese contexto, Japón ha optado por una vía tan tecnológica como poco habitual.
Un país envejecido frente a un animal que avanza
Japón vive una situación especialmente delicada por la combinación de factores demográficos y ambientales. La población humana disminuye y envejece, sobre todo en las zonas rurales. Prefecturas como Akita, Aomori o Iwate, en el norte de Honshu, y amplias áreas de Hokkaido, han perdido habitantes durante décadas.
Campos abandonados y pueblos semivacíos se han convertido en una extensión natural del bosque. Para el oso, la frontera entre lo salvaje y lo humano es cada vez más difusa. Al punto de que algunos países han recomendado a sus turistas extremar las precauciones en caso de ir a Japón.
En este escenario se ha producido un repunte histórico de ataques. En el último año se han contabilizado trece muertes provocadas por osos en Japón, una cifra récord que ha disparado la alarma social. Los animales no solo aparecen en caminos de montaña.
También cruzan carreteras, entran en jardines y deambulan por las afueras de ciudades medias. Las imágenes grabadas por cámaras de seguridad han reforzado la sensación de amenaza cotidiana. El problema ha dejado de percibirse como remoto.
Las autoridades japonesas vinculan este cambio de comportamiento a varios factores. El cambio climático ha alterado la disponibilidad de frutos secos y bayas, esenciales para la hibernación.
Los osos se ven obligados a recorrer más territorio en busca de alimento. A eso se suma la menor presencia humana en el campo, que durante siglos actuó como barrera indirecta. El resultado es un animal más confiado y menos previsible. Un cóctel complicado de gestionar.
Drones, veteranos y un plan de emergencia
Ante esta situación, el Gobierno japonés ha aprobado un plan de emergencia con medidas poco convencionales. La estrategia incluye el uso de drones para localizar y seguir a los osos que se acercan a zonas habitadas.
Estos dispositivos permiten vigilar grandes extensiones de terreno y actuar con mayor rapidez. No se trata solo de observar, sino de anticiparse. La tecnología se convierte así en un aliado clave para reducir riesgos sin disparar de inmediato.
Otra de las decisiones más llamativas es la contratación de exmilitares y policías jubilados. Japón sufre una grave escasez de cazadores con licencia, cuyo número se ha reducido a menos de la mitad desde los años setenta.
Muchos de los actuales superan los sesenta años. Los veteranos de las Fuerzas de Autodefensa y de la policía cuentan con formación en el uso de armas y en operaciones coordinadas. El plan prevé integrarlos en nuevas unidades especializadas, como explica The Financial Times.
Estas brigadas actuarán sobre todo en regiones del norte, donde se concentra la mayor parte de los incidentes. Hokkaido alberga unos 12.000 osos pardos, mientras que el oso negro asiático, presente en Honshu, ha triplicado su población en poco más de una década.
El despliegue no se limita a la caza. Incluye la creación de zonas tapón entre el bosque y los asentamientos, así como cercas eléctricas en áreas sensibles. También, incluso, una especie de espantapájaros, pero con lobos robóticos que se mueven y aúllan y con el que se pretende ahuyentar al oso.
Miedo cotidiano y debate social
El impacto de los ataques va más allá de las estadísticas. En algunas localidades, los vecinos reconocen que viven con miedo a abrir la puerta de casa. Excursiones escolares, festivales al aire libre y competiciones deportivas se han cancelado por precaución. Incluso el servicio postal ha advertido de posibles suspensiones si se detecta la presencia de un oso. La alteración de la vida diaria es profunda y persistente.
El Gobierno es consciente de que la gestión del problema también pasa por la percepción pública. Ha advertido de que una presión social excesiva puede dificultar las operaciones sobre el terreno. Al mismo tiempo, una encuesta reciente muestra que más del setenta por ciento de la población reclama medidas más contundentes. El equilibrio entre seguridad, bienestar animal y aceptación social es frágil. Cada decisión genera controversia.
Japón se enfrenta así a un dilema que comparten otros países desarrollados. La recuperación de la fauna salvaje tiene efectos secundarios inesperados cuando el territorio humano se vacía. El caso japonés ilustra hasta qué punto la demografía y el medio ambiente están conectados. Drones y exmilitares son solo una parte de la respuesta. El desafío de fondo sigue siendo cómo convivir con un animal que ya no reconoce límites claros.
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