Jaime de las Heras
Editor SeniorHay, a veces, cosas que no entiendo cuando me acerco al lineal de quesos de un supermercado. Allí, donde habitan los quesos frescos y tiernos, siempre hay algunas referencias españoles como el queso de Burgos, además de otros quesos blancos, con y sin apellidos.
Pero, a su lado, lo más normal es que veas siempre un montón de familiares, no necesariamente españoles, que me hacen pensar si realmente no tenemos tantos quesos frescos y tiernos en España o es que hemos sabido vendernos mal.
En esos estantes nunca falta la mozzarella, quizás el primero de los quesos blancos y tiernos que conquistó nuestra vida, pero a su lado estará la burrata, cada vez con más presencia, y otras referencias de quesos blandos o que, directamente, no son quesos al uso como sucede con la ricotta, el tercero de los italianos largamente asentado, o el queso cottage inglés (el clásico cottage cheese).
Sin embargo, rara vez vas a encontrar, salvo que estés en Cataluña, un queso fresco, fácil de comer, con una historia medieval, que es fundamental para preparar uno de los grandes postres de la cocina, el mel i mató.
Hablamos, claro, del mató, un queso fresco que tradicionalmente se había hecho con leche de cabra u oveja y que es muy nutritivo, con un buen equilibrio entre grasas y proteínas, con una textura compacta y granulosa que lo hace perfecto para cocinar con él, como en una crema de verduras a la que espesar, para utilizarlo en postres –como pasa en el mel i mató antes citado– o que directamente podéis usar en tostadas y bocadillos, yéndole muy bien un chorrito de aceite, un poco de aguacate, de salmón o de tomate.
De hecho, el mató es un queso histórico del que ya hay referencias escritas del siglo XIV cuando se cita en el Llibre de Sent Soví, donde se advierte de sus bondades culinarias y sus posibilidades gastronómicas. Por eso, si encontráis algún mató en vuestras tiendas, no lo dudéis y probadlo.
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