La sopa de pescado es uno de esos platos que, más que servirse en la mesa, se comparten con el alma. Es una receta que hermana, que iguala, que reconcilia. Basta una cucharada caliente para que el frío retroceda, para que se despierte algún recuerdo dormido de infancia o para que el silencio en la mesa se transforme en conversación.
No importa si es una versión sencilla o si viene cargada de mariscos nobles; la esencia es la misma: una fórmula antigua y humilde que nos habla del ingenio de quienes aprendieron a no tirar nada, a sacar oro líquido de lo que otros descartarían sin mirar.
Porque sí, hay sopas con pedigrí, llenas de cabracho, de gallineta o de salmonetes que se deshacen al tocarlos. Pero la auténtica sabiduría no está en gastar mucho, sino en saber mirar bien lo que se tiene entre manos. La magia de esta sopa empieza antes incluso de que exista el caldo de pescado.
Comienza cuando alguien, con paciencia y mimo, decide que las espinas y las cabezas de pescado no van a acabar en la basura, sino en una cazuela. Y ahí se gesta el primer hechizo: convertir lo que parecía poco en un fondo sabroso, cálido, lleno de matices.
No es solo cuestión de echar agua y esperar. La clave está en tratar esos restos con el respeto de quien sabe que lo esencial muchas veces no se ve a simple vista. En una cazuela con un hilo de aceite —ese que chispea apenas toca el calor— se dora lentamente una cebolleta picada.
Ese primer aroma, ese momento en el que el aceite se vuelve fragante, ya anticipa algo bueno. Y es justo en ese punto donde entran en escena las espinas y cabezas, troceadas, sin miedo. Se dejan caer sobre la cebolla, se remueven, se les da color. El fuego las despierta y el olor cambia: se vuelve más profundo, más marino, como si el mar se asomara a la cocina.
Este paso es sencillo, pero poderoso. No requiere grandes técnicas, solo atención. Basta con unos minutos de cocción para que el sabor se concentre, para que el fondo empiece a contar una historia. También puedes añadir alguna hierba aromática como el laurel, que le irá de perlas.
Luego añade el agua y deja que todo hierva despacio, como si no hubiera prisa. En media hora, el milagro está hecho: un caldo casero, lleno de carácter, sin artificios, que será el alma de la sopa.
Y si además tenemos a mano cabezas de langostinos o de gambas, la sinfonía se enriquece. Esas piezas, tan pequeñas como potentes, pueden ir también al sofrito. Unas vueltas en la sartén bastan para que suelten ese perfume dulce y salado que transforma el caldo en algo aún más redondo. Es un gesto mínimo, casi un secreto de familia, pero el resultado se nota en cada cucharada.
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