Podría ser contradictorio que el zumo de tomate no tenga demasiado éxito en España siendo un país tan tomatero -gracias por tanto, América-, pero aquí somos más de gazpacho, salmorejo y ensaladas, dejando la bebida más para otro producto estrella, las naranjas. El zumo de tomate es, sin embargo, un básico en otros países y su consumo aumenta curiosamente a miles de metros de altitud.
Quien coja con relativa frecuencia vuelos internacionales se habrá dado cuenta de que la carta de a bordo de los aviones incluye a menudo el zumo de tomate entre su oferta de bebidas. Y muchos pasajeros de todas las edades lo piden a cualquier hora del día, sin intención de prepararse un Bloody Mary ni nada; para tomarlo a palo seco. Es un fenómeno curioso en el que algunos científicos han decidido indagar.
Lo cuenta Miguel Ángel Lurueña en su libro Del ultramarinos al hipermercado (Destino, 2023), mencionando concretamente el caso de la compañía alemana Lufthansa cuyos pasajeros consumen nada más y nada menos que 1,7 millones de litros de zumo de tomate al año. Y son datos que se repiten con cifras similares en otras compañías aéreas.
Son números sorprendentemente altos, sobre todo si se comparan con las cifras de venta y consumo de este zumo de hortaliza en comercios o establecimientos hosteleros en tierra. Podría deberse a razones culturales -el zumo de tomate gusta más a los centroeuropeos que a la población mediterránea-, pero hay un motivo más científico detrás de esta curiosidad.
Las condiciones especiales que se dan en una cabina durante un vuelo predispone a los sentidos a que el zumo de tomate sea más placentero para el consumidor. La baja presión de la misma y la escasa humedad reducen la capacidad para percibir sabores dulces y salados, provocando que el zumo de tomate tenga mejor sabor, o, al menos, que nos resulte más apetecible y sabroso.
Y no solo influyen las condiciones ambientales de humedad y presión, lo hacen también los ruidos y sonidos que se están recibiendo constantemente durante el vuelo dentro de la cabina. Esos sonidos mecánicos tan típicos estimularían, según creen los científicos el nervio de la cuerda timpánica, encargado de de transmitir al cerebro los estímulos de sabor que se perciben por la lengua. De este modo, durante el vuelo percibimos peor los sabores dulces pero el ruido aumentaría la percepción del umami, el llamado quinto sabor que precisamente es rico en el tomate.
Como nos recuerda el propio Lurueña, son numerosos los estudios científicos que han demostrado la relación del medio y sus estímulos en los sentidos con la forma en la que percibimos y saboreamos la comida y la bebida, jugando además con nuestras expectativas. Nos gusta más el chocolate o los snacks muy crujientes, y parece que la cerveza o un refresco son más refrescantes si escuchamos bien el sonido gaseoso de su espuma.
Incluso el sonido ambiente o la música afectan a cómo percibimos la comida. Por ejemplo, un postre de chocolate que tenga sabores dulces y amargos se percibe como más dulce si se ingiere escuchando notas agudas, mientras que los sonidos graves potencian la percepción de los sabores amargos.
No estaría mal que los restaurantes tuvieran esto en cuenta a la hora de elegir la música ambiente de sus locales.
Del ultramarinos al hipermercado: Un recorrido por los sabores, recuerdos y costumbres de toda una generación (Imago Mundi)
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