Las cestas de mimbre viven entre dos mundos: el de lo natural y lo decorativo. Son funcionales, bonitas y están por todas partes: en baños, cocinas, dormitorios, terrazas. Pero también son una trampa para el polvo, y a menudo, un reto de limpieza para quien intenta hacerlas brillar sin arruinarlas.
En su aspecto rústico hay una vulnerabilidad que se subestima. El mimbre no es plástico, ni metal, ni tela. Es una fibra natural que reacciona mal ante el exceso de humedad, pero también al abandono. Limpiarlas como si fueran una sartén es condenarlas al deterioro. Y, sin embargo, ese error es tan común como pensar que “con un trapo húmedo basta”.
Hay un equilibrio delicado entre limpiar y dañar. El primer paso no es el agua, sino el polvo en seco: aspiradora suave, brocha de cerdas finas o incluso aire comprimido para los huecos más recónditos. La clave está en tratar el mimbre como lo que es: un tejido vegetal frágil.
Un tejido vegetal
En realidad, hay un equilibrio delicado entre limpiar y dañar. El primer paso no es el agua, sino el polvo en seco: aspiradora suave, brocha de cerdas finas o incluso aire comprimido para los huecos más recónditos. La clave está en tratar el mimbre como lo que es: un tejido vegetal frágil.
Después viene el agua, sí, pero con mesura. Una solución jabonosa suave, preferiblemente con jabón de pH neutro, aplicada con un paño humedecido (no empapado), es suficiente. El error fatal: sumergir la cesta. Porque el mimbre absorbe agua, se deforma y puede enmohecer en pocas horas si no se seca correctamente.
El secado es otra parte crítica. Lo ideal es dejarla al aire libre, en sombra, con buena ventilación. Nada de sol directo, ni radiadores. Acelerar el secado solo rompe la fibra. Y si hay manchas difíciles, nada de productos abrasivos.

No a las reliquias polvorientas
Otra recomendación que suele olvidarse es el mantenimiento periódico. No se trata solo de limpiarlas cuando ya parecen una reliquia polvorienta. Un cuidado mensual, incluso sin suciedad visible, prolonga su vida útil y mantiene su aspecto original. La prevención, en este caso, también limpia.
Finalmente, si la cesta ya muestra signos de deterioro –grietas, color apagado, mal olor–, es probable que el problema no sea solo la limpieza, sino un entorno poco favorable: demasiada humedad, exposición solar prolongada, o simplemente uso inadecuado. En esos casos, puede que el mejor favor sea jubilarla con dignidad o tratar de modificar su emplazamiento.
Como fibra vegetal que son, las cestas de mimbre no resultan eternas, pero sí longevas si se cuidan bien. Y en tiempos de consumo rápido, ese gesto de conservar lo que tenemos cobra un valor distinto. Porque limpiar también es una forma de respetar lo que usamos. Y el mimbre, con su fragilidad noble, lo merece.
Foto| RDNE Stock project y Clem Onojeghuo
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