En lo alto de Montmartre, donde las calles empedradas aún murmuran secretos de otros siglos, se esconde un restaurante que parece no haber notado el paso del tiempo. Allí, entre faroles tenues y fachadas cubiertas de hiedra, Le Bon Bock se alza como una reliquia viva del París bohemio, ese que brilló con luces de gas, cuadros aún húmedos y ecos de canciones surgidas del alma. Fundado en 1879, este rincón no es solo un lugar para comer, sino una puerta abierta al espíritu febril de la Belle Époque.
Cruzarlo es como deslizarse dentro de un cuadro impresionista. El aire tiene un perfume espeso, mezcla de historia, cocina y madera envejecida. Frescos antiguos cubren las paredes, figuras casi desvanecidas por el tiempo. Sillas crujen con la voz de mil noches pasadas.
En un rincón, un piano aguarda. Nada ha sido dispuesto al azar: cada objeto, cada sombra, forma parte de una composición detenida en el tiempo. Parece que en cualquier momento podría entrar Toulouse-Lautrec, con bastón y sombrero, en busca de inspiración líquida.
Los nombres que pasaron por aquí no son leyenda; fueron carne, mirada inquieta y trazo eléctrico. Manet, Van Gogh, Apollinaire, Picasso… Todos ellos respiraron este mismo aire, dejaron el peso de sus silencios sobre estas mesas. En las copas, absenta, verde y turbia, como la noche que se arremolina tras las cortinas de terciopelo. Hoy todavía se sirve, y beberla allí es un ritual, una conexión con ese París turbulento de cabarets, de pasión, de arte sin medida.
La cocina no ha perdido su voz. No hay artificios ni tendencias, solo recetas que parecen haber sido escritas a mano con tinta antigua, aunque con algún detalle de veleidad modernita –que no modernista– como el tuétano de vaca. El pato en salsa Suzette recuerda los días de festín tras una exposición.
El 'chou a la crème', una de las estrellas de la carta.
La costilla normanda, enorme y humeante, invita a la conversación lenta. Y el chou à la crème, coronado por avellanas caramelizadas, cierra la experiencia como un vals dulce. Comer allí no es solo saciar el hambre, es participar de un banquete compartido con fantasmas ilustres.
Pato en salsa suzette. ©Le Bon Bock.
Pero es de noche cuando el lugar despierta por completo. Las velas se encienden, el piano comienza a hablar. Algunas veces es un músico invitado quien lo toca. Otras, un comensal se atreve. Las notas flotan como humo sobre los platos, se mezclan con el murmullo de voces, con el tintinear de copas. Nadie actúa, nadie observa. Todo fluye con naturalidad, como en un sueño en el que París no ha cambiado.
Los actuales dueños, Benjamin Moréel y Christopher Prêchez, no intentan convertirlo en museo tras haberlo adquirido a mediados de 2025 y haber resucitado otra vieja gloria parisina como Petit Bouillon Pharamond.
El espacio se ha respetado al máximo, incluyendo el clásico piano que preside el local. ©Le Bon Bock.
Lo mantienen vivo, con amor y respeto, como si cuidaran una criatura frágil nacida hace más de un siglo. La atención es justa, discreta. La experiencia no se impone: se deja descubrir, como un secreto contado al oído.
Ubicado en la rue Dancourt, es fácil perderse en el laberinto encantado de Montmartre y encontrarlo por casualidad, como una revelación. El precio, accesible, no se mide en euros sino en emociones. Sentarse allí es, de algún modo, visitar un París que ya no existe, pero que aún late en rincones como este.
Hay lugares que se disfrutan con los sentidos. Este, además, se siente con la memoria. No es nostalgia vacía. Es presencia, es herencia, es el eco de una carcajada de Lautrec, el susurro de un poema de Apollinaire, el pincel tembloroso de Van Gogh al final del día. Le Bon Bock no solo sirve platos y copas. Sirve un fragmento de historia, servido en silencio, bajo la luz temblorosa de una vela.
Imágenes | Le Bon Bock Instagram
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