Tengo que confesar que, pese a que mi padre sí adoraba el puré de patatas -de sobre, además-, no es una guarnición que en mi casa se estilara demasiado cuando mi hermano y yo éramos pequeños. Ni las patatas fritas, y tampoco es que las echáramos en falta. No éramos niños desgraciados de triste infancia ni mucho menos, es que mi abuela nos legó otra receta con patatas que nos gustaba mil veces más.
A cucharadas nos comíamos las patatas chafadas con limón. Un plato tan, tan simple que casi ni califica como receta. Y del que estoy segura que se elaboraba también en muchos hogares de otros rincones de España, sobre todo en poblaciones más rurales o de raíces más humildes. No tiene mucho misterio, pero al mismo tiempo es simplemente perfecto.
Patatas cocidas, aceite de oliva virgen extra -o el que nos podamos permitir- y una cantidad generosa de limón son todo lo que hace falta para enamorarse de este plato, además de su punto de sal y, opcionalmente, pimienta negra que normalmente todos tenemos en la despensa. Pero la clave está en esa textura entre cremosa y de puré que adquiere el tubérculo cocido con la mezcla de aceite y limón.
Normalmente este plato se cocinaba en casa a ojo, calculando una patata mediana por persona y luego echando los demás ingredientes sobre la marcha, probando y ajustando. Así lo sigo haciendo y así lo recomiendo, pues, al final, el punto depende del gusto. No hay que tener miedo en agregar limón a chorro -poco a poco-, este cítrico aporta gran parte de la gracia al plato.
El reposo no le sienta mal, y así incluso se crea almidón resistente que aumenta su saciedad. Quizá haya, eso sí, que corregir la textura aliñando de nuevo por si espesara demasiado. Lo suyo es que sea una guarnición o entrante, pero, como ya he dicho, de niños nos encantaba cenar de vez en cuanto estas patatas prácticamente sin nada más. Tenemos alma humilde.
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