En Champagne, la burbuja siempre ha tenido algo de milagro. No solo por la alquimia de convertir un vino tranquilo en un espumoso elegante, sino por la cantidad de azar, paciencia y riesgo que exige. Y si hay una historia que resume esa mezcla de intuición y valentía es la de Barbe-Nicole Ponsardin, más conocida por el nombre que acabó siendo marca, emblema y promesa: Veuve Clicquot, la viuda Clicquot.
La escena inicial no tiene nada de glamurosa. Año 1805. Europa arde en guerras napoleónicas, el comercio se complica, las rutas se cierran y la incertidumbre se instala como una niebla espesa. En Reims, Barbe-Nicole, con apenas 27 años, pierde a su marido, François Clicquot, cuyo padre había iniciado un negocio de vinos en el año 1772. En aquel momento, lo normal habría sido apartarse, dejar la empresa familiar en manos masculinas y aceptar que la historia la escribirían otros. Ella hizo justo lo contrario.
Convertirse en “Veuve” para poder mandar
Ser viuda, en el código social y legal de la época, era una rareza con doble filo: significaba duelo y vulnerabilidad, sí, pero también podía abrir una rendija de autonomía empresarial que una mujer casada no tenía. Barbe-Nicole entendió esa rendija como una puerta.
Aquí entra un personaje clave: su suegro, Philippe Clicquot. Él era el patriarca, el hombre de números y contactos, y el que podía haber cerrado el asunto con un hasta aquí. Sin embargo, aunque al principio dudó (y con razón: el champán era un negocio caro, de riesgo y dependiente de mercados exteriores), acabó haciendo algo decisivo: la apoyó. Philippe, lejos de su mejor momento vital –ya contaba con 62 años cuando enterró a su hijo– vio en Barbe-Nicole la fuerza y el vigor necesario para que la empresa prosperase.
Dibujo del trabajo en vendimia a principios del siglo XIX en Bouzy, uno de los grand cru de Champagne. ©Veuve Clicquot.
No fue un apoyo romántico ni idealista. Fue, sobre todo, pragmático. Philippe Clicquot comprendió que la joven viuda no era una figura decorativa. Tenía carácter, ambición y una mezcla rarísima de disciplina y olfato. Le dio respaldo financiero, legitimidad y, lo más importante, la autoridad para dirigir la casa. Su papel fue el de una red de seguridad: el que permite el salto cuando todavía no hay suelo firme.
Testarudez como método de trabajo
Si hubiera que resumir a Barbe-Nicole en una palabra, no sería solo elegancia, o ni tan siquiera una visión. Sino la suma de todas ellas y tenacidad, pero tenacidad con método, eso sí: obsesionada con la calidad, con la regularidad y con llegar antes que nadie.
En aquellos años, el champán no era el líquido cristalino y brillante que hoy asociamos a celebraciones. A menudo era turbio, con sedimentos de la segunda fermentación en botella. El consumidor aceptaba esa imperfección porque no había alternativa clara, pero Barbe-Nicole intuyó que la claridad no era un detalle estético: era una ventaja competitiva.
Esa obsesión la llevó a uno de los grandes saltos técnicos de la historia del espumoso: el removido y los famosos pupitres.
Los pupitres: cuando la bodega inventó un gesto universal
Hacia 1816, en su bodega se sistematiza una práctica que cambiaría el champán para siempre: colocar las botellas inclinadas en una tabla perforada —el pupitre— y girarlas poco a poco (un cuarto de vuelta, un octavo, con ritmo constante) para que las lías vayan bajando hasta el cuello. Así, después, el degüelle puede expulsar el sedimento sin perder el gas ni estropear el vino.
Los pupitres que implementó Veuve Clicquot a principios del siglo XIX.
Parece un gesto simple. En realidad es una revolución: permitió elaborar champanes más limpios, más finos, más exportables y, sobre todo, más repetibles. En un mercado que empezaba a crecer, la repetibilidad era oro.
Hoy el removido puede hacerse de forma mecánica, pero la idea —llevar el sedimento al cuello mediante giros sucesivos— sigue siendo el corazón del método tradicional. Y esa idea se asocia, con justicia, a la casa que la convirtió en estándar.
El millésimé: poner fecha a la excelencia
La otra gran apuesta fue casi una declaración de intenciones: embotellar un champán de añada, un millésimé. En una región donde la mezcla de cosechas servía para mantener un estilo estable, sacar al mercado un vino ligado a un único año era afirmar algo muy audaz: este año merece ser recordado.
Estuche Champagne Veuve Clicquot Vintage 2015.
Se suele situar en 1810 el primer gran hito de la casa en ese sentido. Más allá del debate de quién lo hizo primero de forma moderna, lo importante es la idea: convertir la añada en relato, en promesa y en argumento de calidad. Hoy, cuando pedimos un vintage, estamos pidiendo precisamente eso: que el vino nos cuente un año, un clima, una personalidad.
Rusia: el golpe maestro en el peor momento
Pero ninguna innovación habría bastado sin lo que realmente convirtió a Veuve Clicquot en leyenda: Rusia.
A principios del XIX, el mercado ruso era un sueño para cualquier maison. La aristocracia de San Petersburgo y Moscú adoraba los vinos franceses, y el champán empezaba a ser símbolo de sofisticación. El problema: guerras, bloqueos, embargos, incertidumbre total. Enviar botellas al este era caro, lento y, a menudo, imposible.
Las Guerras Napoleónicas convertían cualquier tipo de exportación a Rusia en casi una tarea imposible.
Ahí aparece la testarudez en su versión más épica. Barbe-Nicole decidió arriesgar. En lugar de esperar a que el mapa de Europa se calmara, se adelantó. Movió mercancía, buscó rutas, aceptó que podía perderlo todo… con una intuición casi deportiva: cuando se abriera la puerta, su champán tenía que ser el primero en entrar.
Y lo fue. En torno a 1814, con el final de la gran tormenta bélica acercándose, consiguió colocar su vino en el circuito comercial que abastecía a Rusia. La leyenda empresarial se construye precisamente ahí: mientras otros dudaban, ella puso botellas en movimiento. Cuando la alta sociedad rusa volvió a pedir champán, el nombre que sonaba con fuerza era Clicquot.
No era solo cuestión de llegar. Era cuestión de estilo. La casa empezó a construir una reputación de fiabilidad y lujo: burbuja fina, vino más limpio, perfil reconocible. Rusia no fue un mercado más; fue el escenario que transformó una bodega de Reims en un nombre internacional.
Estuche champagne Puffy Bottle Holder Veuve Clicquot.
El amarillo, por cierto, hoy emblema de la maison, data de esa época. Presente en los establecimientos más señoriales de aquella Rusia zarista, aún con la capital en San Petersburgo, aquel intensísimo amarillo predominaba en los domicilios de la alta aristocracia rusa y Veuve Clicquot hizo de aquel detalle, su seña de identidad y, de paso, convertir su etiqueta en una forma más potente de entrar en Rusia.
Las primeras piedras de una maison inmortal
Madame Barbe Clicquot-Ponsardin, la Grande Dame.
Veuve Clicquot no inventó el champán, pero sí ayudó a inventar el champán moderno: más nítido, más controlado, más exportable, con un relato de marca ligado a la excelencia y a la audacia. Y lo hizo en un momento histórico en el que lo lógico era rendirse: viuda joven, Europa en guerra, comercio incierto, y un negocio que dependía de todo lo que estaba fallando.
Su suegro, Philippe Clicquot, fue el pilar que sostuvo la estructura cuando aún temblaba; ella, la fuerza que empujó la casa hacia delante cuando todos miraban hacia dentro. Entre ambos —el respaldo y la determinación— se levantó una de las historias más influyentes del mundo del vino.
Estuche Champagne Veuve Clicquot La Grande Dame 2018.
Hoy, cuando abrimos una botella y vemos la etiqueta, no solo estamos ante un espumoso famoso. Estamos bebiendo un capítulo de historia empresarial, técnica y gastronómica. Y, sobre todo, el testimonio de una mujer que convirtió el duelo en dirección, la incertidumbre en estrategia y la testarudez en legado. Esa es la razón por la que, dos siglos después, sigue siendo —con todas las letras— La Gran Dama del champán.
Imágenes | Veuve Clicquot
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